Comencemos con esta reflexión… Piensa en todo el tiempo que pasas en ese trabajo que te disgusta, en todas esas actividades que tienes que realizar pero que no te llenan ni te dan ninguna satisfacción, en los momentos en los que la infelicidad te abraza o en compromisos que asistes “por cumplir”… Y, por el lado contrario, cuántas horas de tu día entregas a realizar aquello que te brinda real felicidad… Compartir con quien quieres, dedicar tiempo a tus amigos, disfrutar del deporte, cocinar o leer un buen libro…
Hasta ahora… ¿Cuánto has vivido realmente? (Acerca del tiempo de felicidad)
Dado que los cuentos son una gran vía para el aprendizaje, quiero contarte uno de Jorge Bucay, que leí en uno de sus libros y además de transportarme a un antiguo pueblecito, me hizo reflexionar muchísimo acerca de mi vida. Te lo cuento con palabras simples, espero que te agrade y sobre todo te sirva de inyección vital:
“Dicen que existió hace mucho tiempo un aventurero que se dedicaba a viajar por multitud de países y que tras un largo viaje llegó un día a un pequeño y a la vez bonito pueblo.
Como era su costumbre, se dedico a recorrer sus calles, mezclándose con las personas del lugar, a las cuales pregunto por un lugar distinto, diferente y con encanto que pudiese visitar.
Pese a que repitió la pregunta en infinidad de ocasiones, todas y cada una de las personas a las que preguntó le indicaron que debía acercarse al cementerio.
En un principio la idea no le atraía, pero al ver que la respuesta a su pregunta era una y otra vez la misma, y con suma curiosidad, decidió acercarse a éste.
Una vez allí y tras advertir la extremada belleza del entorno y del propio recinto del camposanto se puso a recorrerlo y ante su sorpresa empezó a ver que las inscripciones de las lápidas mostraban el nombre de la persona que había fallecido junto con los años, meses y días que había vivido.
Conmocionado descubrió que ninguno de de ellos superaba la adolescencia en el momento de su fallecimiento y desbordado por la emoción rompió a llorar ¿Que maldición había asolado aquel pueblo? ¿Por qué sus habitantes morían tan jóvenes? ¿Por qué habían hecho un cementerio solo para niños?
Todavía con lagrimas en los ojos fue en busca del sepulturero para que contestase aquellas preguntas.
Al encontrarle, con ansiedad le preguntó todo y ante su sorpresa, aquel anciano sepulturero esbozó una sonrisa. Y de forma inmediata paso a explicarle lo siguiente:
En este pueblo contamos el tiempo vivido de otra forma. No ponemos en la lápida la fecha de nacimiento y de defunción. Para nosotros, el tiempo que cada uno ha vivido es el que ha disfrutado de verdad. Cada uno de nosotros lleva consigo un pequeño cuaderno donde anotamos los momentos felices que vivimos.
El primer beso, el primer amor, la lectura de un buen libro, una fiesta con tus amigos,escuchar la música que nos transporta a otros sitios, los viajes, un abrazo sentido de verdad, el nacimiento de un hijo, el asombro ante ese anhelado regalo de navidad cuando eres niño, gozar y disfrutar de lo simple, necesitar menos y ser más feliz …
Cuando morimos simplemente se realiza la suma y se pone en nuestra lápida. Así, se recuerda el tiempo que esa persona ha sido realmente feliz qué es el que de verdad importa.
Para nosotros el tiempo de felicidad es el único tiempo de verdad vivido.”
¿Quizás deberíamos a empezar a contabilizar esos momentos? ¿Deberíamos ser buscadores de momentos felices?
Hoy la mayoría registra las calorías, los alimentos consumidos o nuestra rutina de deporte.. Y, qué pasa con contabilizar y ser más conscientes con aquellos momentos de real gracia y felicidad?
Quizás en el fondo, la felicidad sea más sencilla de lo que parece y se trate de buscar en todo momento ese disfrute en cada pequeño instante. Si somos capaces de tenerlo presente y no dejar que la vorágine del día a día y que la cruel rutina los devore, creo que toda nuestra existencia será mucho más bonita, significativa y al final habremos vivido mucho más según las cuentas de aquel pueblecito, que al final es de lo que se trata. ¿verdad?
Con mucho cariño, María Paz.